domingo, 5 de febrero de 2012

La Playa (III)

EL ENCUENTRO


No se encontraba con ganas de nada, pero se obligó a sí mismo a hacer algo. Finalmente, Max decidió que emplearía la mañana en dar un paseo en bicicleta. Odiaba el deporte, sobretodo si era individual, le gustaba la gente, hablar con otras personas. Pero la batería de su Megane había muerto la noche anterior, y puesto que el transporte público no era una opción para un paseo, la mejor opción era su anticuada bici. Hacía años que no la utilizaba, pero esperaba que fuera cierto lo de que ir en bici nunca se olvida. Acabó el café y tiró la taza de cartón a la papelera mas cercana y se dispuso a subir en a bici. Al principió dudó, pero cuando hubo pedaleado un par de veces, se empezó a sentir mas seguro de sí mismo. No pensaba que le fuera a gustar tanto la brisa matutina en el rostro. Recorrió los kilómetros de playa, llegó al final del paseo, se detuvo, paseó lentamente, disfrutando de la sensación tan gratificante de ser feliz por simplemente estar vivo.
Max siempre había sido muy pesimista, aún así, se había prometido cambiar a partir de ese día, y no podía fallar a su propia palabra de honor. A mediodía, cuando el sol empezaba a quemar su piel, volvió a montar en la bicicleta para volver a casa. El paisaje era precioso, incluso hipnótico. El romper de las olas, la risa de los niños jugando en la orilla… Cuando volvió la vista al frente, chocó de bruces con una sedosa cabellera dorada. Ambos cayeron al suelo torpemente, sin que a Max le diera tiempo de advertir a la joven.
 —Lo siento, no te había visto—dijo, ayudándola a levatarse del suelo—¿te has hecho…da-daño…?- se le hizo un nudo en la garganta.
La belleza de la chica había dejado a Max sin palabras. De hecho, le sonaba de algo, la había visto en alguna parte, pero no acertaba a adivinar la razón. No solo eran sus cabellos de sol, ni sus ojos, grandes y profundos como el mar, ni siquiera su cuerpo de infarto. Todo, absolutamente todo, quedaba eclipsado por su sonrisa. Dulce e inocente, que, aunque era evidente que deseaba matar al tipo que la había tirado al suelo, Max consideraba la de un ángel.
 —No te preocupes—el ángel volvió a sonreír y se dispuso a recoger los objetos que habían caído de su bolso. Cogió unas gafas de sol y una botella de agua medio vacía, y se las dio. Luego vió que también le había caído un cuaderno encuadernado en tela granate y grabada en dorado y plata, uno de esos libros que vendían en blanco. Al cogerlo, se abrió la tapa y pudo ver el nombre: S. Sullivan. El nombre no sólo le sonaba, sabía perfectamente quién era

No hay comentarios:

Publicar un comentario