sábado, 31 de marzo de 2012

Despedidas

Jamás había agradecido estar vivo hasta que conoció al amor de su vida. Y tampoco jamás había deseado la muerte hasta que vio aquellos cabellos bañados por el sol reposando sobre la almohada antes de perderse en las entrañas de la tierra. 
En ese preciso instante, cuando se despedía de Irene, cerró los ojos y recordó la primera vez que la vio. En la memoria de Marina la veía siempre con aquel vestido rojo y el pelo alborotado. Aquella primera vez que se sentó justo en la silla de la mesa de enfrente, con la despreocupación de una adolescente y colocó un cigarro entre sus labios carnosos. Pero no era su evidente belleza lo que le gustaba de ella, si no su inocencia y su absoluto desinterés por su propia integridad física. Era terriblemente espontánea, nunca pensaba en las consecuencias de sus actos.

- No me discutas esto. ¡Es mi vida! Yo decido y no quiero quimioterapia. ¿Para qué? Solo me dará un par de meses, y eso con suerte-. Dijo la rubia tratando de quitarle importancia al enfado y decepción. Pero Marina se habría aferrado hasta a un día más con Irene. Ambas sabían lo que podían esperar y aún así se sonrieron y se besaron. La cuenta atrás había comenzado. 

Marina no podía dejar de pensar en el poco tiempo que les quedaba, el tiempo que el cáncer les estaba robando. No podía dejar de pensar tampoco en que un día iba a desvanecerse sin poder hacer nada para remediarlo. 
Sin embargo, Irene fingía muy bien, hacía como que que no ocurría nada en absoluto, a pesar de que se estaba muriendo y su estado físico la delataba, seguía siendo ella misma. Es más, su intrepidez había sobrepasado los límites habituales. Había veces en que Irene desaparecía del mapa varios días, y Marina no sabía dónde estaba. Luego, de regreso a casa, su única excusa era que estaba viviendo la vida al máximo, aprovechando cada instante. Habían discusiones, claro, casi siempre por el mismo tema. Pero, en el fondo, estaban tan enamoradas que les bastaba con mirarse a los ojos para perdonarse y correr a reconciliarse en el dormitorio. Y cuando el estado físico de Irene ya no lo permitía, valía con abrazarse en el sofá mientras el dolor hacía acto de presencia, que cada vez era más a menudo. 

 Sonó el despertador con aquel ruido infernal, eran las 10 y media de la mañana. Un domingo cualquiera en el que valía la pena quedarse en la cama para remolonear un poco más, disfrutar del último capítulo de su vida juntas. Marina, aún con los ojos cerrados, giró sobre sí misma y abrazó el cuerpo de Irene que yacía a su lado, aún desnudo como el suyo propio. Se topó con la piel más suave del mundo, una piel de la que conocía cada lunar, cada curva, cada cicatriz. Pero esta vez echó en falta el calor, estaba fría. Fría como un témpano. Abrió los ojos aterrorizada y se encontró de bruces con un rostro perfecto amoratado y rígido. 
Ni si quiera pudo llorar aunque hubiera querido, solo enmudeció mientras pensaba en que el tiempo se les había agotado, se les había acabado como se escapa el agua entre las manos. La inmortalidad que habían anhelado para ambas, se había convertido en angustia. Y la paz que la muerte le había otorgado la muerte a Irene, la podía sentir también Marina al saber que su amor por fin había descansado. 

Irene estaba muy cambiada para el día del funeral. Tenía hasta un color saludable y unas mejillas sonrosadas, como si cualquier coquetería susurrada en el oído pudiera ruborizarle las mejillas. Y su pelo... su pelo seguía brillando con fuerza, perfectamente colocado sobre la almohada del ataúd. Cerró los ojos y recordó la gracilidad de los movimientos de Irene, la vitalidad de su mirada y el sonido de su risa. No le habría importado morir mientras ese fuera su último pensamiento. De hecho, no tenía de quién cuidar y sentía que su misión en esta vida había terminado. Pero la voluntad de morir no siempre es suficiente y al abrir los ojos se encontró con que la mujer de su vida, a la que tanto había querido y amado, se hundía en la tierra húmeda del cementerio para no volver a salir. Cerró los ojos de nuevo y lloró con furia y con rabia en un silencio sepulcral. 

Al volver a casa se todo con más y más silencio; y de compañera la soledad y esa despreciable sensación de vacío. Sintió ganas de llorar de nuevo pero no lo hizo, sino que fue a la cocina a buscar algo afilado que le permitiera dejar de vivir. Al abrir un cajón se encontró con una carta, iba dirigida a ella. Abrió el sobre con miedo y empezó a leer, reconoció la caligrafía de Irene y sonrió al leer aquellas palabras. Las palabras más bellas jamás escritas. No le quitaron el dolor pero si apaciguó su rabia. Y supo con aquel último 'te quiero' escrito a mano que aquello no había sido una despedida sino un 'hasta luego'.

domingo, 5 de febrero de 2012

La Playa (VII)

LEER ENTRE LÍNEAS


Sin saber como se encontraba sentado frente a una mujer extremadamente atractiva y divertida. Sin hablar de su sorprendente inteligencia. Max solo pudo sonreir y asentir con al cabeza durante un buen rato, pero el café que Georgia les había traido surtió efecto y avivó sus neuronas.
- Bueno Max, - dijo ella, de repente sin saber como ya se tuteaban- espero que mi nueva novela no te haya aburrido mucho, si es que realmente te la has leido.
Le guiñó un ojo como gesto de complicidad.
- Se que no lo has hecho asi que si lo prefieres, quedamos otro día y me dices lo que realmente opinas, y no vagas recomendaciones que das genericamente a cada uno de los escritores que pasan por tu despacho.
Si. Le había pillado... Ni lo había leido ni habría tenido la ocasion en caso de que hubiese querido. Pero ahora que la conocía, la cosa cambiaba.
- Mañana, si estas libre para cenar.- dijo casi antes de dejarla terminar la frase.
Al parecer no había perdido las facultades que le hacían popular entre las mujeres tan solo un año antes. Ella le miró asombrada. Sus ojos parecían querer gritar: ''Sinverguenza''.
''Pero tu sonrisa dice todo lo contrario...'' pensó Max.
- Sí estoy libre, Max...-dijo finalmente finjiendo un resoplido de pesadez.
Max se felicitó a sí mismo, y sonrió tan dulcemente como lo hacía con las mujeres. Ni si quiera le contestó. De hecho no hizo falta, Sarah se dio la vuelta y con un paso ligero y elegante, contoneó su cuerpo perfectamente proporcionado hasta la salida.
Al editor solo le quedó recostarse sobre el sofá que tenía en un extemso del despacho con la novela de su clienta entre las manos. Empezó a leer.
Prometía ser muy aburrido. . .
Extrañamente, despues de 4 horas, tenía los ojos brillanes y una sonrisa dibujada en los labios. Nunca habría imaginado alquel tumuldo de giros inesperados en el argumento de la obra, y, sin embargo, tan bien utilizados, trenzados en una red magistral.
Aquello iba a ser una super-ventas. Y lo mejor: Max estaría reconocido por su trabajo y no por su vida personal.
- Este es el momento.
Hizo un par de llamadas, se despidió de Georgia y, tras acomodarse la americana, salió d ela oficina triunfante.
''Tengo que contarselo a Rachel.''

La Playa (VI)

¡UPS!... YO TE CONOZCO

Una vez más volvía a ser lunes, el tercer día de trabajo. Por suerte los dos primeros días no habían sido muy estresantes, simplemente le recordaban lo que ya sabía de memoria, solo tenía que aprender la distribución de esta editorial en concreto. Y después de todo una buen café con la compañía de Rachel.
- ¿Qué tal tu día de hoy? – pregunto ella al verle abandonarse en el la silla de diseño junto a la barra. Le sirvió una taza de café, que Max dirigió a sus labios rápidamente.
- Bien. Aunque…-tomó un sorbo de aquella amarga droga no suficientemente endulzada.
- Un poco aburrido. Mañana tengo una entrevista con el primer cliente. Creo que es un escritor que quiere probar con una nueva modalidad… y, bueno, la verdad es que estoy bastante nervioso. Rachel sabía a que se refería Max aunque aplicado a otros campos, ella no tenía ni idea de cómo era el mundo literario.
- No deberías, llevas bastante tiempo en ello Max. Además, se te da bien, algo que seguro que a Silvia aun le molesta…-justo después de pronunciar las ultimas palabras se calló.
- Perdona, se me olvido que no te gusta que la nombre.
 - No te preocupes. –se limitó a contestar mientras apuraba el último trago de café.
- ¿No puedes salir hoy antes? Quería invitarte a una copa.
- Quizás el sábado…-dijo la camarera cogiendo con cierto pesar la taza vacía.
-Hoy no puedo.
- Lo tomo como una promesa.- le dedicó una sonrisa. A penas quince minutos mas tarde estaba profundamente dormido, como si el extraño excitante funcionara en su organismo como un sedante…
 Llegaba tarde a la oficina, en un tercer día de trabajo, y seguramente el cliente llevaría esperando unos diez minutos. Hizo una seña a la secretaria para indicarle que tenía prisa por arreglar su tardanza y le susurró que ofreciera algún refrigerio al individuo que esperaba en el interior. Cogió la carpeta que descansaba sobre la mesa de su ayudante Georgia, un informe sobre lo que debía discernir con el personaje que le esperaba, y, que por supuesto, no había leído.
 Se abrió paso en la sala mirando los papeles, leyendo por encima un argumento, sobre una novela cómica.
- No veo inconveniente en que escriba la novela que…
No pudo creerlo cuando vio aquellos hilos dorados caer sobre el rostro que tantas veces había visto en entrevistas televisivas. Y sobretodo, ¿cómo iba a olvidar la chica a la que casi mata con su bicicleta (sí, esa que llaman ecológica) aquella mañana en la playa?
 - Di-disculpe. –dijo rectificando su entrada
- Soy Max. Ella sonrió. Ante sus ojos estaba la famosa Sarah Sullivan, escritora del gran éxito y fabulosa novela negra 'Cartas a un cadáver'.
 - Di-disculpe. –dijo rectificando su entrada- Soy Max. Ella sonrió.
 - Sarah Sullivan, aunque supongo que ya lo sabía.- su tono era cortés, pero informal, como si el tema no fuera tan serio como Max lo consideraba
- Por cierto encantada de conocer el nombre del que me causó un par de magulladuras en el trasero.- dijo divertida, con una naturalidad sorprendente. Su mirada marina le dejó un poco desconcertado, suerte que en ese momento entró Georgia…

La Playa (V)

DE VUELTA A LA NORMALIDAD...

Abrió la puerta de su apartamento abatido, el edificio estaba completamente desierto a esas horas incluso para ser Junio, de modo que lo único que rompió la sobriedad fue el chirrido de la puerta al abrirse. Se quitó la americana que había llevado durante la entrevista y la lanzó sobre la mesa de la entrada. A continuación, cerró a la puerta de un portazo, y en menos de 1 minuto estaba tumbado en el sofá. ¿Cómo había llegado a ese extremo? pensó Max. De repente había pasado de vivir felizmente con Silvia en un apartamento de diseño en la ciudad de Nueva York a vivir en un ridículo piso de una habitación con baño y una mezcla de cocina y comedor que no llegaba a los ochenta metros cuadrados, bien situado, eso sí, en la costa de California. Cuando era joven solí ir al apartamento, pero al conocer a Silvia tuvo que dejar esos hábitos y acostumbrarse a la vida de lujo que la famosa modelo le ofrecía al mísero escritor. Porque eso era Max, un escritor que gracias a los contactos de su novia había conseguido un trabajo en una editorial, por suerte el trabajo se le dio extraordinariamente bien de modo que no se sentía culpable por la ayuda de su novia. Pero ahora... volver a la humildad no era tan fácil. Pensando en todo ello se durmió, y para cuando hubo abierto los ojos de nuevo eran las ocho ce la tarde. - ¡Joder!- exclamó al ver las manillas del reloj que colgaba ridículamente señalando el numero ocho con forma de Bart Simpson. Saltó de su asiento y salió por la puerta. Volvió a respirar al ver que la Cafetería que tanto le había gustado los primeros días de su vuelta al mundo de la gente normal seguía abierta. Pasó una mano por sus cabellos y dibujó una sonrisa. - Hola Rachel. - saludó a la camarera. Ella ni siquiera se inmutó, simplemente siguió vaciando la cafetera y rellenado el café. Tan solo unos instantes después dejo enfrente de Max una taza. - Como siempre. Solo con doble de azúcar, Max. - replicó mientras le guiñaba un ojo.- Un día duro, ¿no? Espero que al menos lo de tu nuevo trabajo haya salido bien. Max seguía mirando la taza, sintiendo como el olor a café inundaba sus glándulas olfativas. - Si, querida.- la miró a los ojos, y quedó casi hipnotizado.- Ha salido como esperaba.-sonrió. - Me alegro.-se giró y volvió a sus quehaceres. Quince minutos después y un café menos, Rachel volvió a hablarle al único cliente que quedaba. - Max... Ya es la hora del cierre. Max sacó el mismo billete de siempre, excesivo para un solo café, y se levantó. - Claro... Hasta mañana. Salió por la puerta que había entrado. Era casi ridículo, pero le hacía sentir un poco menos solo en el mundo el simple hecho de hablar con Rachel. -Tanta cafeína no puede ser buena... -murmuró la camarera de ojos verdes.

La Playa (IV)

TRABAJAR PARA VIVIR

Otro radiante viernes había amanecido para Max. Su propuesta de hacer de cada día una jornada única e irrepetible ya estaba en marcha. Se levantó temprano para empezar una nueva vida. Tenía una entrevista de trabajo, así que se dio una ducha de agua fría par estar mas centrado. Pasó por la cafetería ignorando a los agentes inmobiliarios que siempre le daban un toque tétrico al establecimiento y Rachel le sirvió el café que le pedía cada mañana con la misma sonrisa de siempre. Cogió el coche alquilado con el que había escapado de su infierno hacía unas semanas y se dirigió a la Editorial Saleman situada en la calle Principal de la ciudad. Apareció en la recepción ataviado con unos pantalones vaqueros y una americana negra, que le favorecía mucho. Era la chaqueta que solía ponerse las noches de fiesta, para ligar. La señorita de la entrada le indicó el piso del director de la editorial. La entrevista fue breve, pero intensa. El presidente era un hombre de mediana edad que parecía alimentarse básicamente con donuts y café con leche, irónicamente, sin azúcar. Tras un par de requisitos y preguntas básicas, el Santa Claus vestido de directivo le concedió el puesto. Aunque Max creyó que sus relaciones extralaborales había causado su rápida contratación, se dijo a sí mismo que quizás fuese su espectacular currículum el que lo había conseguido, algo en lo que empezaba a considerarse un veterano. Su despacho no tenía ningún desperdicio. Sofás de sca, mesa de vanguadia, y una silla de cuero negro componían el exquisito mobiliario de la estancia.
- ¿Le gusta su nuevo despaho, Sr. Dalter?- preguntó la joven de gafas de pasta. Parecía la típica secretaria de gafas pasadas de moda, eficaz y trabajadora, pero con poco gusto para resultar atractiva por su vestimenta. La falda gris por debajo de la rodilla, parecía un par de tallas mas grande de la correspondiente. Y la camisa de flores moradas y verdes, dibujaba unos hombros mas caídos de lo normal. Pero esto no quitaba que la que sería su secretaria fuera simpatica.
- Si - dijo Max.- Gracias Georgia.
- De nada. – añadió educadamente antes de retirarse elegante y silenciosamente de la habitación.
Max permaneció un par de minutos más. Debia acostumbrarse a aquello, pues el lunes se convertiría en un lugar dónde pasaría mucho tiempo. Alrededor del medio día abandonó la agencia y se marchó a casa

La Playa (III)

EL ENCUENTRO


No se encontraba con ganas de nada, pero se obligó a sí mismo a hacer algo. Finalmente, Max decidió que emplearía la mañana en dar un paseo en bicicleta. Odiaba el deporte, sobretodo si era individual, le gustaba la gente, hablar con otras personas. Pero la batería de su Megane había muerto la noche anterior, y puesto que el transporte público no era una opción para un paseo, la mejor opción era su anticuada bici. Hacía años que no la utilizaba, pero esperaba que fuera cierto lo de que ir en bici nunca se olvida. Acabó el café y tiró la taza de cartón a la papelera mas cercana y se dispuso a subir en a bici. Al principió dudó, pero cuando hubo pedaleado un par de veces, se empezó a sentir mas seguro de sí mismo. No pensaba que le fuera a gustar tanto la brisa matutina en el rostro. Recorrió los kilómetros de playa, llegó al final del paseo, se detuvo, paseó lentamente, disfrutando de la sensación tan gratificante de ser feliz por simplemente estar vivo.
Max siempre había sido muy pesimista, aún así, se había prometido cambiar a partir de ese día, y no podía fallar a su propia palabra de honor. A mediodía, cuando el sol empezaba a quemar su piel, volvió a montar en la bicicleta para volver a casa. El paisaje era precioso, incluso hipnótico. El romper de las olas, la risa de los niños jugando en la orilla… Cuando volvió la vista al frente, chocó de bruces con una sedosa cabellera dorada. Ambos cayeron al suelo torpemente, sin que a Max le diera tiempo de advertir a la joven.
 —Lo siento, no te había visto—dijo, ayudándola a levatarse del suelo—¿te has hecho…da-daño…?- se le hizo un nudo en la garganta.
La belleza de la chica había dejado a Max sin palabras. De hecho, le sonaba de algo, la había visto en alguna parte, pero no acertaba a adivinar la razón. No solo eran sus cabellos de sol, ni sus ojos, grandes y profundos como el mar, ni siquiera su cuerpo de infarto. Todo, absolutamente todo, quedaba eclipsado por su sonrisa. Dulce e inocente, que, aunque era evidente que deseaba matar al tipo que la había tirado al suelo, Max consideraba la de un ángel.
 —No te preocupes—el ángel volvió a sonreír y se dispuso a recoger los objetos que habían caído de su bolso. Cogió unas gafas de sol y una botella de agua medio vacía, y se las dio. Luego vió que también le había caído un cuaderno encuadernado en tela granate y grabada en dorado y plata, uno de esos libros que vendían en blanco. Al cogerlo, se abrió la tapa y pudo ver el nombre: S. Sullivan. El nombre no sólo le sonaba, sabía perfectamente quién era